lunes, 24 de noviembre de 2014

Francisco Maldonado da Silva en la Literatura


Francisco da Silva es el protagonista de dos novelas históricas: La Gesta del Marrano (1991) del escritor argentino Marcos Aguinis, y Camisa Limpia (1989), del chileno Guillermo Blanco.


Francisco Maldonado da Silva, mártir del judaísmo y de la libertad
Nada sabía de Francisco Maldonado da Silva hasta que hace poco mi amiga Simy Benarroch, me recomendó la lectura de una obra de Marcos Aguinis, La gesta del marrano. No se trata de una novedad editorial, pues he de admitir no sin vergüenza que se lanzó al mundo hace ya veinte años, y que durante todo este tiempo no había despertado mi curiosidad. Tenía, eso sí, alguna vaga referencia del autor, lo justo para poder decir que había oído hablar de él, pero mis inquietudes y el azar me habían conducido por otros caminos. Por eso, el hallazgo tiene para mí el carácter de un descubrimiento. No es mi intención detenerme en elogiar la brillantez de un estilo que hace la lectura amena y por momentos trepidante, sino referirme a la caracterización psicológica de unos personajes forzados a un constante disimulo, a una ocultación sistemática de su identidad; y también a la de quienes los vigilan, expertos en la percepción de cualquier signo delator. Unos y otros se mueven en una sociedad enferma, en la que pocas cosas son lo que parecen y en la que todos deben guardarse del vecino; en la que, sea por el afán de protegerlos o por el miedo a la traición, nadie confía en la esposa o el hermano.

Vengamos antes a los hechos escuetos. Francisco Maldonado da Silva, cuyo proceso aparece recogido por José Toribio Medina en Historia del Santo Oficio de la Inquisición en Chile1, fue un médico judío de origen portugués nacido en Tucumán en 1592 y quemado vivo en el auto de fe celebrado en Lima en 1639. Dicho así, su historia, aunque trágica, diríase vulgar. Su suerte fue compartida por otros muchos cuya memoria se ha perdido. Al fin y al cabo, cómo recordar a tantas víctimas. No son en todo caso otra cosa que un guarismo en una estadística. Es preciso que demos un paso más, que entendamos que una víctma no es un número, ni siquiera un nombre, sino un ser humano que amó y sufrió, que tuvo familia y amigos, que pudo sentirse querido o abandonado, que las dudas y el miedo conmovieron su espíritu, y se debatió entre el heroísmo y la cobardía en una lucha agónica durante noches eternas.

Nos preguntamos entonces qué hay de singular en Francisco Maldonado da Silva. Quizá el hecho de que se han conservado suficientes documentos como para reconstruir su vida de una manera convincente, y es esta la tarea que afronta con indudable éxito Marcos Aguinis. Su mano nos guía por la evolución espiritual del personaje, desde la infancia, esa edad feliz en que nada parece separarle de sus vecinos cristianos viejos, hasta la inesperada y terrible irrupción de la Inquisición, que le arrebata uno tras otro a todos sus familiares, padre y hermano, condenados, la madre, prematuramente muerta por el desconsuelo, y las hermanas confinadas en un monasterio. Es entonces cuando Francisco de la manera más brutal experimenta la sensación de ser distinto, de estar marcado irremisiblemente por su origen, al igual que los negros e indios humillados por los conquistadores. Pero aún habrá de pasar un largo tiempo de aprendizaje hasta que descubra los motivos que le han privado de la familia, que lo han empujado a la triste soledad de un convento en el que, sorteando toda clase de dificultades encuentra el modo de leer la Torá, el Antiguo Testamento, y profundizar en su estudio.

Durante años se comporta como un cristiano ejemplar, pero en su interior, lejos de toda mirada, queda el recuerdo de la conversación sorprendida entre su padre y su hermano mayor, esa en que aquel se descubrió como judío y rezó la Shemá. Apenas unas palabras entreoídas al término de la niñez, pero que quedan grabadas en el alma. Como tantos judíos calla, no puede permitir que nada en su exterior trasluzca su pertenencia al pueblo de Israel, pues eso supondría el tormento y probablemente la muerte. Continúa, pues, su formación en latín, en teología y, finalmente, en medicina, la profesión de su padre y también la de Maimónides.

Los azares del destino lo llevan a reencontrarse en Lima con su padre, el doctor Diego Núñez Da Silva, un hombre quebrantado por la prisión y la tortura, cubierto por el infamante sambenito y abrumado, algo que Francisco pronto barrunta, por no haber tenido fuerza suficiente para callar los nombres de otros judaizantes; pero todavía un buen médico y, sobre todo, un judío capaz de enseñarle no solo los secretos del oficio, sino también la devoción al Señor, la promesa hecha a Abraham y la alianza establecida con el pueblo de Israel.

Francisco, ya plenamente consciente de su judaísmo, marcha, tras la muerte de su padre a Santiago de Chile. Sabe que allí no hay ningún médico titulado y eso le abre buenas perspectivas profesionales, pero además, se aleja de Lima, donde su origen es bien conocido. Como tantos otros de su condición, lleva una vida escindida. Exteriormente se comporta como un católico devoto, pero halla la manera de observar el shabat y las festividades judías de manera oculta, siempre con el temor de ser descubierto. Durante años le obsesiona el Scrutinio scipturarum en que el converso Pablo de Santa María, intenta demostrar el error del judaísmo. Gracias al estudio de la Torá descubre la falsedad de los argumentos del antiguo rabino, lo que fortalece su identidad y le lleva incluso a circuncidarse por su propia mano.

Francisco sabe que su destino pende de hilos extremadamente frágiles. No obstante, no puede sospechar el modo en que sus propias decisiones van a conducirle a la ruina o, si nos situamos en otro plano, a la gloria. El ansia de reunir a la familia, le hace llamar a Santiago a sus hermanas y, convencido de que ellas también han de reconocerse como parte de Israel, termina por confiarles todo lo que durante tanto tiempo ha mantenido en secreto. No cuenta con su reacción horrorizada tras la educación recibida de las monjas y mucho menos imagina que le delaten, como hacen, a la Inquisición.

Pero el efecto de la prisión es sorprendente, incluso paradójico. Una vez encerrado el cuerpo, se diría que el alma queda libre, ya no siente la necesidad de esconderse. Para sorpresa de los inquisidores, Francisco no rehúye las acusaciones, sino que afirma orgulloso su condición de judío. Con inusitada firmeza defiende la ley de Moisés frente a quienes la proclaman caduca, y llega a confundirlos gracias a la fortaleza de unos argumentos apoyados en un profundo conocimiento del Tanaj y del Evangelio. Durante doce años permanecerá encarcelado en Lima sin que de sus labios salga una sola palabra que pueda comprometer a otros judíos. Recibe incluso un trato excepcional, pues su actitud desconcierta de tal modo a sus perseguidores, que estos llaman a eminetes teólogos a fin de que convezan a ese judío recalcitrante y obstinado de la verdad del cristianismo. En varias reuniones, Francisco tiene la posibilidad de debatir sobre la Escritura, en lo que se antoja un remedo invertido del Scrutinio scripturarum. Ahora , demacrado y cubierto de grilletes, sabedor del final que le espera, puede mostrar ante unos hombres doctos las falacias de Pablo de Santa María. No convence, claro está, a los teólogos, aunque a algunos los conmueve con su tenacidad y sabiduría. Llega un momento en que ya no ordenan, sino imploran una palabra de arrepentimiento, un signo que les permita librar de la muerte a un hombre que reconocen como excepcional, pero Francisco ha elegido ser fiel a la ley de Moisés y nada puede doblegar su conciencia. Muere finalmente en la hoguera, junto a otros nueve condenados, en Lima el veintitrés de enero de 1639.

fuente:



Camisa limpia - Guillermo Blanco (1926-2010)

Esta novela se basó en la historia del médico judío Francisco Maldonado de Silva (1592-1639), que residió en Concepción (Chile), en el siglo XVII. Para escribirla, Guillermo Blanco utilizó las crónicas de José Toribio Medina, con el fin de retratar el conflicto del médico, quien al negarse a convertirse al catolicismo, tal como lo exigía el Tribunal del Santo Oficio (la Inquisición), fue quemado en la hoguera en 1639, luego de haber permanecido 13 años prisionero en la cárcel de la Inquisición en Lima.
Camisa limpia, publicada en un momento particular y conflictivo de nuestra historia, se instaló como un texto de proclamación de la libertad: "conocida la posición de Blanco en torno a la libertad y especialmente de la de expresión, el relato se transformó en un icono en torno al tema. La novela, por otra parte, recogió una de las técnicas del programa narrativo de la desacralización (Promis), esto es, la estrategia del disimulo como una forma de eludir el presente histórico mediante el enmascaramiento del referente inmediato" (Eddie Morales. "Guillermo Blanco, un escritor imprescindible" (http://www.upa.cl/publicaciones/2004/BLANCO.pdf).

Historia de la Inquisición en Lima




Por recomendación del Virrey del Perú Francisco Álvarez de Toledo (1569-1581), fueron nombrados por el inquisidor general, cardenal de Sigüenza, como primeros inquisidores de Lima, Andrés de Bustamante y Serván de Cerezuela. El primero falleció en pleno viaje, cerca de Panamá, en junio de 1569. Con la sola presencia de Serván de Cerezuela, el 29 de enero de 1570, fue establecido en Lima el Tribunal de la Inquisición, mediante acto solemne, realizado en la catedral, con asistencia de las principales autoridades civiles y eclesiásticas.

Siguiendo el modelo español, además de inquisidores, fiscales y secretarios, cada distrito del Santo Oficio contaba con un sistema de alguaciles e informantes. Tras la acusación, los encausados podían presentar su defensa, pero, de acuerdo con el sistema penal de la época, la Inquisición tenía atribuciones para adoptar medidas cautelares, detención, que solía incluir tormento, antes de emitir su fallo. Las penas, según la gravedad, iban desde penitencias religiosas, multas, azotes, prisión, destierro y muerte.
Anuncio de un Auto de Fe celebrado en Lima el 23 de enero de 1639.

En el local del Santo Oficio de Lima, ubicado en la actual plaza Bolívar, pueden verse las celdas de los detenidos que esperaban proceso y los artefactos empleados para obtener sus confesiones. El inquisidor Torquemada estableció en forma categórica que los reos no deberían sangrar ni sufrir lesiones. Se ideó entonces un sistema de tortura que buscaba dar dolor sin dejar mayores heridas. Tal fue el caso del "potro", tablero en el que se ataba al reo para que sufriese estiramiento de brazos y piernas; el castigo del agua, que lo obligaba a tragar agua en demasía y le impedía respirar; y la "garrucha", cordel atado a una polea que alzaba al prisionero desde los brazos, atados a su espalda, llevando un fuerte peso en los pies.
Registro contable ("razón") de los gastos de la Inquisición de Lima en la alimentación de 22 de sus prisioneros.

Estadísticas y resultados
Existen evidencias que muestran que la autoridad del Santo Oficio en América tuvo un accionar menos cruento que en España, aplicando la pena de muerte en menos ocasiones, en los hechos, sólo se aplicó a casos extremos de faltas contra la Iglesia y el Estado.[cita requerida] Fue más una policía política que una policía de la vida cotidiana. Las autoridades civiles y eclesiásticas ordinarias limitaron en la práctica muchas de las atribuciones del Santo Oficio, el cual, a su vez, encontró en las acusaciones que no concluían en sentencia una fuente de enriquecimiento. Tal fue el caso, entre otros, del inquisidor Pedro Ordónez Flórez (1594-1611), quien dejó el Perú con una fortuna patrimonial de 184.225 pesos. Es posible que el Tribunal haya sido odiado por el pueblo más por su presencia prepotente que por su efectivo rigor en la represión de las costumbres.

Durante las primeras décadas del tribunal limeño (1569-1600), fueron condenados a muerte y ejecutados 13 reos; luego (1601-1640) fueron ajusticiados 17, y a partir de entonces sólo hubo un caso en 1664 y otro en 1736. De estas 32 víctimas, 23 fueron procesadas por judaizantes, 6 por protestantes, 2 por explícita herejía y un caso de "alumbrado" o falsa santidad. Luego hay 3 judaizantes "quemados en huesos y estatuas", esto es, ya fallecidos (entre 1625 y 1639), y 14 "quemados en estatuas" por ausencia (1605 y 1736).

Los ajusticiados por ser luteranos, salvo el caso de Mateo Salado (ultimado en la hoguera el 15 de noviembre de 1573), fueron en su mayoría piratas capturados en actos de guerra, como John Butler y John Drake (sobrino del célebre corsario Francis Drake). Francisco de la Cruz (ajusticiado el 13 de abril de 1578), el único caso de sentencia por "alumbrado", destaca por haber sido teólogo con estudios en Valladolid y rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima; sus postulados heréticos incluían el cuestionamiento del sistema monárquico.
Ejecución de Mariana de Carvajal (judía conversa), ciudad de México, 1601.
La Inquisición peruana, basada en Lima, finalizó en 1820.

El bulto o mayor porcentaje de los procesos inquisitoriales tenía que ver con comentarios personales denunciados por la red de delatores del sistema. En este último sentido, lo más común es encontrar en los archivos de todas las ramificaciones de la Inquisición en América investigaciones sobre todo tipo de afirmaciones dichas en conversaciones casuales. Como por ejemplo la causa seguida contra un vecino de Santiago de Chile, Joan de Barros, procesado por comentar a un amigo que Dios no le "podía hacer más mal ni darle mayores penas en esta vida" que la reciente muerte de su esposa. Una afirmación supuestamente herética, debido a la creencia católica de que Dios todo lo puede. O es el caso de Pedro Ramírez, un vecino de Chiloé, era procesado por haber opinado que la "fé sin la caridad era cosa muerta y que ambas virtudes eran lo mismo". Numerosos otros procesados fueron interrogados por utilizar refranes populares españoles de la época, de pretendidos alcances blasfemos, como: "en este mundo no me veas mal pasar, que en otro no me has de ver penar". Incluso se abrían un numero rutinario de investigaciones en contra esclavos negros que maldecían o blasfemaban mientras eran azotados.

La mayoría de este tipo de causas (salvo la notoria excepción de las seguidas contra los esclavos), reportaban abundantes beneficios económicos al tribunal y la red de informantes designados por él, por cuanto el acusado en el mejor de los escenarios debería pagar las costas del juicio a sus acusadores. Pero lo normal es que el procesado fuera sometido a multas mayores o al secuestro de todos sus bienes.

Respecto de la población indígena, la Inquisición fue excluida en las primeras décadas del siglo XVI de abrir juicios contra ella por idolatría o brujería, por el criterio imperial español de considerarse a los indígenas -más que herejes- neófitos en el cristianismo, quedando esos asuntos bajo la directa jurisdicción de los cabildos y en la práctica, sometidos al arbitrio inmediato de los encomenderos.

Por otro lado, es curioso que existe cierto número de procesos que contienen acusaciones contra españoles relacionadas con malos tratos a sus encomendados, siempre que contuvieran un trasfondo religioso doctrinal. Es el caso, por ejemplo, de un juicio seguido en 1569 en la Villa de La Plata (actual Sucre, Bolivia, entonces dentro de la jurisdicción del tribunal de Lima), en contra del gobernador de Tucumán, Francisco de Aguirre, a quien entre sus muchas acusaciones se sumaba la de haber afirmado tener la potestad de dispensar a los indígenas del descanso del domingo y los feriados religiosos, para poder de esta manera mantenerlos trabajando.

En las últimas décadas del siglo XVIII, durante el mandato del virrey José Fernando de Abascal y Sousa (1806-1816), el Santo Oficio tuvo entre ojos a los lectores de literatura anticlerical y antimonárquica. Fueron detenidos y amonestados, entre otros Manuel Lorenzo de Vidaurre, Joaquín de Larriva y José Baquíjano y Carrillo, culpables de leer a Rousseau y Montesquieu. En la decadencia del Santo Oficio, en 1818, el Segundo Piloto del Virreinato del Perú y Director de la Academia Real de Náutica de Lima, Eduardo Carrasco (1779-1865), salió bien librado de una acusación ante el Tribunal por poseer en su biblioteca libros de los enciclopedistas franceses.

La Inquisición fue abolida por decreto de las Cortes de Cádiz, el 22 de febrero de 1813. El virrey Abascal hizo lo propio con la Inquisición de Lima, el 30 de julio de ese año. Al permitirse al público de Lima visitar dicha sede el 3 de septiembre de 1813, ocurrió un tumulto vandálico que destruyó enseres y parte de los archivos.

En 1814, cuando el rey Fernando VII de la Casa de Borbón (1813-1833) fue restablecido en el trono, se dispuso que volviese a funcionar el Santo Oficio, dedicado sobre todo a perseguir la difusión de literatura liberal, pero su existencia fue más nominal que efectiva, hasta su definitiva abolición en 1820.

fuente: Wikipedia

La Comunidad Judía en Chile




Después del descubrimiento de América, muchos judíos, "marranos" o "portugueses", según se les denominaba en la época, se entusiasmaron con la idea de venir al Nuevo Mundo como una alternativa para evadir la persecución de las autoridades españolas. Así, el grueso de la inmigración judía se efectuó durante los primeros años de ocupación y conquista, cuando aún no se establecía la Inquisición en las tierras recién descubiertas. Esta aparente tranquilidad sólo duró hasta 1528 cuando, uno de los conquistadores de México, Hernando de Alonso, fue quemado en la hoguera junto a otros judíos en el primer "auto de fe" celebrado por la Inquisición en América. En 1570, llegó a Lima el inquisidor Serván de Cerezuela y al año siguiente se estableció la Inquisición en México. En estas circunstancias la costa de Venezuela se transformó en el camino más expedito utilizado por los "portugueses" para ingresar al nuevo continente. No obstante, en 1610, se estableció un tribunal de la Inquisición en Cartagena de Indias lo cual obligó a los judíos a buscar nuevas rutas. Una de éstas se dirigió por el Atlántico hacia el sur lo que implicó que, desde principios del siglo XVII, se estableciera un importante núcleo de "marranos" en Buenos Aires, el que se irradió al resto del cono sur.

Entre los primeros conquistadores de Chile también llegaron descendientes de judíos entre los que destacaron Diego García de Cáceres, Francisco de Gudiel, Pedro de Omepezoa, Alonso Álvarez, Juan Serrano Pedro de Salcedo y el teniente general de la expedición de Diego de Almagro, Rodrigo de Oroño. Sin embargo, uno de los casos más notables en la historia de los judíos en Chile y América lo constituyó la trágica y heroica figura del cirujano penquista Francisco Maldonado de Silva.

Con la independencia de Chile se flexibilizaron las restricciones al ingreso de extranjeros lo que permitió el paulatino ingreso de hombres y mujeres de distintas nacionalidades y credos religiosos al país. En este escenario, durante la primera mitad del siglo XIX, arribaron judíos franceses y alemanes a Valparaíso, mientras a que partir de 1850, llegaron junto a los colonizadores que se radicaron en el sur de Chile. En 1860, la apertura de la política de inmigración permitió el aumento de la afluencia de judíos, mayoritariamente rusos y polacos. Hasta entonces, la comunidad hebrea se adaptó a la realidad local, abandonó su identidad y se unió a la socidad chilena a través del comercio y matrimonios.

Entre 1880 y 1930 se desarrolló una importante inmigración de judíos desde el desintegrado Imperio Turco hacia nuestro país. Este componente migratorio fue el generador de las instituciones y de la vida judía como colectividad, identidad que se consolidó luego de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, eventos que motivaron el éxodo sefardita desde Europa Oriental a América y Chile.

Sin embargo, la fase migratoria judía más significativa se produjo a partir de la década de 1930, debido a la persecución nazi en Europa Central y Oriental.

En este contexto, durante el segundo mandato del presidente Arturo Alessandri Palma, se acordó con la comunidad judía, permitir el ingreso de un número limitado de familias por año. A partir del gobierno de Pedro Aguirre Cerda estas restricciones fueron eliminadas, generando un gran flujo de refugiados judíos, lo que se vio revertido dos años después trás el escándalo de corrupción en el que se vinculó a funcionarios de la cancillería en cobros ilegales de dinero a cambio de agilizar los trámites de internación.

Sólo después de 1945, volvió a existir la política de puertas abiertas hacia la comunidad judía.

fuente: Memoria Chilena (http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-3505.html#presentacion)